Era una noche clara y serena de hace mucho tiempo. Yo aún era un niño. Mi padre me había llevado con él, como hacía muchas veces, a la barca. Yo le acompañaba cogido de su mano. El puerto por la noche se transforma. La oscuridad cae sobre él y le confiere sombrías maneras teñidas de misterio y lobreguez.
Cuando llegábamos a la Dolores, ése era el nombre de nuestra barca, nos la encontrábamos proa a la riba, como un perro fiel que nos enseñaba su hocico, cabeceando lánguidamente al compás de las suaves olas que llegaban debilitadas al interior de la dársena pesquera.
Entonces mi padre se dirigía a mí y me decía que me apoyara junto al muro de la lonja y que le esperara allí, que él tardaría solamente un momento en volver de la barca.
Con un gesto ágil y profesional veía a mi padre saltar a la barca. Y desaparecía como engullido por la oscuridad.
Yo me quedaba solo con la noche.
Las gaviotas ya no se oían porque se habían marchado a sus aposentos nocturnos. Los marineros a estas horas estaban en sus casas. Los peces callaban. Sólo rompía aquella soledad silenciosa el leve y cadencioso chasquido de la mar al acariciar las panzas de las embarcaciones y tropezar con el pétreo muelle. Parecía la enigmática y líquida respiración de un gran animal marino.
Miraba la mar. Toda llena de lucecitas. Amarillas, rojas, verdes. Eran luces de muy diversas maneras y texturas. Unas eran alargadas, filamentosas. Otras, redondeadas. Algunas se apagaban y se encendían rítmicamente. Otras eran fijas y sólo se movían al reverberar sobre la superficie de las aguas del puerto. El mar parecía manchado de colores que palpitaban como si tuvieran vida propia.
Y miraba el cielo. Todo lleno de estrellas. El firmamento aparecía pintado de millones de puntitos luminosos que latían silenciosamente y que parecían mirarme. Eran como ojitos brillantes que pestañeaban calladamente en el espacio sideral. Yo correspondía a sus miradas y me quedaba mirándolas. No decían nada. Su silencio era tan atroz como su lejanía. Sólo parpadeaban y parpadeaban. Y yo, en la inocencia de aquellos años, quería coger una estrella viva. Una de esas que ahora me estaban observando. Pero las estrellas estaban colgadas en lo más alto del cielo, en un lugar inalcanzable para los niños. Ya no me conformaba con tener entre mis manos una de aquellas estrellas muertas, caídas al mar, que a veces mi padre me traía. Yo quería una de esas estrellas celestes que cada noche se asomaban desde el confín del universo para mirarme. Y que me contara lo que hay allí en el cielo.
De pronto, de entre la oscuridad, aparecía la figura de mi padre saltando a tierra. Entonces la realidad volvía a mí.
-¿Papá, tú has visto alguna vez una estrella viva?
-No, las estrellas cuando caen al mar se apagan, se ahogan y mueren.
Y mientras eso decía mi padre, apartaba la vista de las luces nocturnas y retaba a mi padre:
-¿Hacemos una carrera hasta casa?
-¡Vale!
Cuando llegábamos a la Dolores, ése era el nombre de nuestra barca, nos la encontrábamos proa a la riba, como un perro fiel que nos enseñaba su hocico, cabeceando lánguidamente al compás de las suaves olas que llegaban debilitadas al interior de la dársena pesquera.
Entonces mi padre se dirigía a mí y me decía que me apoyara junto al muro de la lonja y que le esperara allí, que él tardaría solamente un momento en volver de la barca.
Con un gesto ágil y profesional veía a mi padre saltar a la barca. Y desaparecía como engullido por la oscuridad.
Yo me quedaba solo con la noche.
Las gaviotas ya no se oían porque se habían marchado a sus aposentos nocturnos. Los marineros a estas horas estaban en sus casas. Los peces callaban. Sólo rompía aquella soledad silenciosa el leve y cadencioso chasquido de la mar al acariciar las panzas de las embarcaciones y tropezar con el pétreo muelle. Parecía la enigmática y líquida respiración de un gran animal marino.
Miraba la mar. Toda llena de lucecitas. Amarillas, rojas, verdes. Eran luces de muy diversas maneras y texturas. Unas eran alargadas, filamentosas. Otras, redondeadas. Algunas se apagaban y se encendían rítmicamente. Otras eran fijas y sólo se movían al reverberar sobre la superficie de las aguas del puerto. El mar parecía manchado de colores que palpitaban como si tuvieran vida propia.
Y miraba el cielo. Todo lleno de estrellas. El firmamento aparecía pintado de millones de puntitos luminosos que latían silenciosamente y que parecían mirarme. Eran como ojitos brillantes que pestañeaban calladamente en el espacio sideral. Yo correspondía a sus miradas y me quedaba mirándolas. No decían nada. Su silencio era tan atroz como su lejanía. Sólo parpadeaban y parpadeaban. Y yo, en la inocencia de aquellos años, quería coger una estrella viva. Una de esas que ahora me estaban observando. Pero las estrellas estaban colgadas en lo más alto del cielo, en un lugar inalcanzable para los niños. Ya no me conformaba con tener entre mis manos una de aquellas estrellas muertas, caídas al mar, que a veces mi padre me traía. Yo quería una de esas estrellas celestes que cada noche se asomaban desde el confín del universo para mirarme. Y que me contara lo que hay allí en el cielo.
De pronto, de entre la oscuridad, aparecía la figura de mi padre saltando a tierra. Entonces la realidad volvía a mí.
-¿Papá, tú has visto alguna vez una estrella viva?
-No, las estrellas cuando caen al mar se apagan, se ahogan y mueren.
Y mientras eso decía mi padre, apartaba la vista de las luces nocturnas y retaba a mi padre:
-¿Hacemos una carrera hasta casa?
-¡Vale!